Gárgolas insomnes

Febrero 27 de 2009

Así no regresara más o menos pronto a Puerto Escondido para asegurarme de que sea clausurado el negocio ilegal de «Doña Focos» y consignada la averiguación previa, el tiempo empleado en este asunto no sería del todo una pérdida, pues algo he aprendido. Ahora puedo afirmar públicamente lo que antes apenas intuía: que Juan Luis Concheiro (cuñado de Pablo Gómez) es un defraudador y debería estar en la cárcel, en vez de seguir ocupando puestos burocráticos en el PRD, partido que se dice de izquierda porque algunos de sus dirigentes son igual de siniestros. Ahora puedo afirmar también que mis vecinos han cometido el delito de negligencia grave, aunque esto último ya lo sabía. Tanto el fraude como la negligencia grave ameritan cárcel y en ninguno de los dos casos faltan pruebas; lo que faltaba era una denuncia, que estoy haciendo aquí.

Mi tía Graciela (hermana de mi madre) murió de cáncer por negligencia médica en el Seguro Social y, al no denunciar este hecho, la familia se hace cómplice; la negligencia médica en tal caso es una forma de homicidio, así como el fraude es una forma de robo agravado por la mentira y el engaño.

El caso «Doña Focos» me recuerda esta frase: "Un hombre con coraje hace una mayoría"; la leí hace poco y me hizo pensar a su vez en la turba de imbéciles y cobardes que infesta el edificio donde "vivo". También recuerdo a Carlos Sánchez, dirigente de la COCEI, diciéndome: "Vamos a hacer lo necesario para meter a la cárcel a esos cabrones", que me habían robado una grabadora reportera relativamente cara y difícil de conseguir, así como unos diez casetes con copias del programa de radio coproducido entonces por la Casa de la Cultura de Juchitán, la Regiduría de Cultura del Ayuntamiento Municipal y el periódico local Tobi ne Tobi. El episodio no trascendió, más allá de mi denuncia pública en dicho periódico, donde quedó mal parada la policía municipal por su connivencia, pero lo recuerdo al comprobar que de nada me sirve ahora tener amigos abogados, casualmente en Oaxaca; tampoco me sirvió para nada en su momento que una hermana de mi padre fuera magistrado de la República; por el contrario, ¡qué vergüenza! Cuento con asesoría jurídica, pero no es personalmente cercana. En situaciones como esta, extraño a Carlos Sánchez porque está muerto, y está muerto porque era demasiado bueno para vivir en un mundo podrido por gente putrefacta. Por eso murieron también mis amigos Francisco Cabrera y Lucía Esparza... Por eso murió Porfirio Encinos, porque era demasiado bueno para un gabinete como el de Salazar Mendiguchía, gobernador al servicio de pederastas y ludópatas.

Carlos Sánchez era un luchador político y social de Juchitán, donde ser luchador político y social es lo mismo que soldado en una guerra, pero murió asesinado en una borrachera por otro borracho que intentó asaltarlo, triste ironía que me recordaba la broma negra de la película El francotirador, llamada originalmente The Deer Hunter (El cazador de venados), de Michael Cimino, cuando un chavo gringo regresa muerto de Vietnam porque lo mata una rama, peor que morir de gripa en medio de la barbarie genocida. Y en eso pensaba, coincidentemente, al enterarme de que nueve soldados invasores en Irak han muerto a causa de regaderas eléctricas.

Desde mis tres semanas en Acapulco, yo tenía un año y medio atrapado en esta ciudad. Por 3,700 pesos, «Doña Focos» estuvo a punto de arruinar mis vacaciones, como ha hecho sistemáticamente con mucha gente por cantidades de dinero igual de miserables, con la diferencia de que mis 3,700 pesos le van a salir bastante caros. También Juan Luis Concheiro es un pichicato, con la diferencia de que usa cargos públicos y la infraestructura del PRD para cometer sistemáticamente sus fraudes. Ambos continúan impunes, pero no por mucho tiempo, espero.

[] Iván Rincón 10:37 PM

Febrero 20 de 2009

Vacaciones a punto de la ruina

Autores y "autoridades" sin autoridad

(Segunda parte)

La burocracia de Puerto Escondido, incluido el Ministerio Público adscrito a la agencia municipal, tiene tres horas para comer y hacer la siesta, pero al parecer no son suficientes, porque además llega siempre una hora tarde; ha de ser agotador trabajar como "auxiliar" del ayuntamiento. Entre las 15:00 y las 19:00 horas no hay actividad aquí, salvo acaso la espera de uno que otro porteño que no soporta el tedio y opta por retirarse; durante la cuarta hora de tiempo muerto no hay ni siquiera luz eléctrica, pues el encargado de prenderla es el primero en llegar tarde. Este patético escenario resume de antemano la paradoja de negarme a perder tiempo lidiando con alguien que no es capaz de entender nada con más trascendencia que un foco, alguien que tampoco alcanza el mínimo de capacidad mental requerida por la honestidad ni sabe qué diantre significa eso; la muerte cotidiana en el lúgubre recinto de la agencia municipal resume la paradoja de lidiar a cambio con la "autoridad" competente, que es el Ministerio Público en este caso y con el cual mi relación no puede iniciar más ríspidamente. Al llegar el secretario ministerial, quien me escucha con displicencia, expongo mi situación de pie y, cuando termino, se produce el siguiente diálogo:

-Voy a sentarme porque tengo más de una hora esperando y usted no tiene la consideración ni la atención de ofrecerme asiento; vine varias veces porque los policías me informaron mal sus horarios y además llegan tarde...

-¡Si viene usted a discutir nuestro trabajo, vaya mejor a la procuraduría!

-No vengo a discutir su trabajo ni voy a la procuraduría; ustedes aquí tienen obligación de atenderme...

-¡Pues ya lo estoy atendiendo!

-¿Qué clase de atención es esta? Además de ofrecerme asiento, debería ofrecer disculpas por llegar tarde...

-¡Pues así como se nos hace tarde para venir, se nos hace tarde a veces para irnos y aquí estamos trabajando hasta la una de la mañana en casos importantes.

-Eso me importa un cacahuate; yo vengo en sus horarios, y el caso más importante para mí es el mío...

-Pues vaya a quejarse a la procuraduría.

-Quizá vaya después, pero primero me atiende usted aquí porque es su obligación.

-¿Quiere que citemos a la parte acusada o prefiere levantar un acta?

-¿Usted qué recomienda?

-Hacer un citatorio, porque levantar un acta es mucho más complicado.

-Que sea entonces el citatorio.

Después resultará que la gran complicación se reduce a cuatro copias fotostáticas de una identificación oficial; en realidad es menos trabajo teclear un citatorio que un acta y, mientras eso ocurre, un ratón atraviesa la oficina entre las dos paredes cubiertas de archivo muerto; la indiferencia del secretario al ajetreo del animal hace que me pregunte si están mutuamente familiarizados o el ratón tiene más vida que el secretario. Tiempo muerto, archivo muerto, muerte cotidiana. Aquí todos están muertos, solo que todavía no lo saben.

El agente del Ministerio Público es Gerardo de Jesús Cruz Herrera; el secretario ministerial es Darío Jiménez López; les doy la dirección de los búngalos y el domicilio particular de María Guadalupe Cortés Delgado, alias «Doña Focos», así como sus dos números telefónicos, local y celular, y en diez días no pueden entregar más que un citatorio, gracias a que los llamo en el momento que la susodicha está en la primera dirección. La señora simplemente no acude a la cita ni contesta el teléfono, o contesta y cuelga en cuanto intuye que la llaman de Ministerio Público; esa actitud agazapada y la connivencia de los trabajadores que, instruidos por su patrona, la niegan sistemáticamente, motiva mi sospecha de que hay algo ilegal en este negocio; levanto un acta con el número de averiguación previa 20 (P.E.II) / 2009 y me propongo agotar el recurso de los tres citatorios, pero el secretario se esmera en encontrar excusas para no entregar el segundo citatorio. "Es que a lo mejor esto, a lo mejor esto otro, ¿y qué tal si tal cosa?, ¿y qué tal si tal otra?". Así todo por el estilo. A ratos parece que asumiera la defensa legal de una mujer que se esconde porque tiene cola que le pisen.

Mi declaración inicial tiene la sintaxis del secretario, que no es precisamente una persona ilustrada y escribe "convivencia" en lugar de connivencia y satura de muletillas repetitivas todo el documento y omite su lectura en voz alta, como dicta la ley, antes de firmarlo; el nivel intelectual es congruente con la mentalidad de burócrata menor que se niega a ver más allá de su estricta competencia y, por consiguiente, ignora que, además de fraude, se trata en este caso de negligencia grave, delito así llamado porque es tan grave como un homicidio imprudencial. "Aquí estamos en el terreno penal", justifica el didáctico secretario su ignorancia supina. "Para el delito de negligencia grave tendríamos que revisar el Código Civil o consignar la averiguación previa para que sea juzgado el caso en el terreno civil". En otras palabras, pura burocracia. Si yo hubiera cometido la estupidez de tocar el tubo de la regadera, como dice doña loca y quizás hasta lo cree, habría muerto electrocutado y ella estaría en la cárcel o sería considerada prófuga de la justicia sin más trámites ni la necesidad de que ningún burócrata ignorante revise el Código Civil.

Desde el principio insisto en el peligro de que alguien muera bañándose a causa de una regadera eléctrica instalada de manera irresponsable y negligente, pero en el Ministerio Público no encuentro un ápice de sensibilidad ni de solidaridad a la cual está moralmente obligado, así que me dirijo al juzgado y me topo de bruces con la misma burocracia, pero multiplicada. Voy entonces a la Delegación de Turismo en Puerto Escondido, y todo el panorama cambia. Para empezar, en vez del cementerio que es la agencia municipal, las oficinas de esta representación federal tienen paredes de madera y techo de palma, son muy amplias y están rodeadas de áreas verdes; el lugar es limpio, su atmósfera es acogedora; en vez de ratas y cucarachas, hay ardillas y cuijas. La delegada Gladis Ballesteros Castro es una mujer joven, accesible, gentil, con disposición y voluntad. La secretaria (cuyo nombre nunca supe) también es joven, atenta y físicamente agradable. Allí confirmo lo que sospechaba: María Guadalupe Cortés Delgado no cuenta con permiso legal o autorización o licencia para que sus búngalos sean arrendados, por lo que tampoco paga impuestos ni tiene regulación alguna; obviamente, no existe ningún lugar registrado como "Casitas de Piedra" porque opera en la clandestinidad; todo es irregular en este caso; además, la Delegación de Turismo tiene múltiples quejas con respecto a la dueña, que se ha quedado con pasaportes de algunos de sus huéspedes extranjeros, que engatusa a sus clientes en la terminal de camiones foráneos y efectivamente está mal de la cabeza, tanto que usa a su hija adolescente para convencer a los clientes de que no se vayan.

El jueves 29 de enero a las 13:00 horas llamo por teléfono al Ministerio Público; contesta Gerardo de Jesús Cruz Herrera y le pido hablar con Darío Jiménez López; escucho que el primero le dice al segundo: "Ahí te habla tu cliente", y en seguida unas carcajadas; Jiménez López atiende la llamada y le informo que, desde la casa donde me alojo, veo el Jeep de María Guadalupe Cortés Delgado estacionado frente a sus búngalos, por lo que pueden entregarle un segundo citatorio en ese momento; Darío Jiménez contesta que no tiene tiempo, que vaya por el citatorio y lo entregue yo mismo; por supuesto, le digo que no estoy dispuesto a hacer su trabajo y cuelgo con un amargo sabor en la boca; es la cuarta o quinta vez que me salen con semejante burla; comento lo sucedido con un trabajador del hotel, quien me recomienda hacer la denuncia públicamente en la radio local, como acostumbran los porteños en situaciones similares; me apresuro y salgo al aire con el relato de mi caso a las 14:00 horas del mismo día en Estéreo Esmeralda 94.1 FM; el conductor del noticiero, Miguel Ángel Menéndez, remata diciendo: "A ver si ya dejan de pitorrearse de este asunto en el Ministerio Público y se ponen a trabajar". Mi testimonio tiene el efecto inmediato que suele tener la radio, pues el noticiero es grabado en El Imparcial, que toma nota del asunto; la importancia de este diario local es atípica, tanto que la corresponsalía en Puerto Escondido tiene oficinas en el corredor comercial del Bulevar Benito Juárez, algo que nunca ocurre, ni siquiera con periódicos de circulación nacional.

De la emisora voy otra vez a la Delegación de Turismo, y Gladis Ballesteros llama en mi presencia a un subprocurador. "¿Qué pasó con mi asunto?", le pregunta. "Hay que hacer algo con esta señora, porque ya debe varias". El subprocurador responde que será citada con el apercibimiento de que se presente con un abogado defensor; instruye al Ministerio Público y éste a su vez intenta entregar el segundo citatorio al día siguiente, cuando ya es demasiado tarde, porque «Doña Focos» se ha ido de Puerto Escondido. Yo sí acudo a la cita y aprovecho para ampliar mi declaración con la información que me ha dado la Delegación de Turismo, y dejo en depósito las llaves del búngalo; pongo énfasis en que no se trata de un caso aislado, pero el Ministerio Público sigue inmutable; tampoco reacciona a mi denuncia pública por la radio local (la gente que apesta suele ser la última en enterarse).

El domingo me encuentro en la playa con el trabajador que arregló la regadera eléctrica, a quien «Doña Focos» no quería pagarle y terminó debiéndole mil pesos; él se compromete a testificar en contra de ella. Durante mi última semana en Puerto Escondido consigo también el testimonio escrito del gringo que ocupó el mismo búngalo, que se bañó con agua del garrafón que yo dejé y se abstuvo de usar el refrigerador porque seguía igual de sucio; consigo además una denuncia similar a la mía en el formato de queja que maneja la Delegación de Turismo, firmada en este caso por un ingeniero eléctrico. El miércoles acuerdo por teléfono con el Ministerio Público ampliar mi declaración una vez más para aportar estos elementos probatorios y consignar finalmente la averiguación previa, pero el secretario me cita para el viernes 6 de febrero en la noche, sabiendo que ese día, a esa hora, no se presentará a trabajar, y que mi vuelo de regreso a la Ciudad de México está programado para el sábado siguiente. Además de sus tres horas para comer y hacer la siesta, el fin de semana empieza el viernes para esta gente.

El mismo viernes en la mañana voy a San Pedro Mixtepec para hablar con el regidor de Turismo, Miguel Ángel Gopar Martínez, del Ayuntamiento Municipal, que preside Abraham Ramírez Silva; no lo encuentro, pero hablo con el síndico procurador, Isidro Indalecio Reyes Ojeda, y el síndico hacendario, Paulino Ortiz Escamilla; expongo mi caso con todas sus letras; revisamos la Ley y hallamos dos causales para la clausura de los búngalos ilegalmente arrendados; la primera es que no cuenta con permiso o licencia y la segunda es que además no cumple con las condiciones mínimas de seguridad ni de higiene, hecho que viola el Artículo 163 del Bando de Policía y Gobierno Municipal 2008-2010, entre otros. Al despedirnos, el síndico procurador me dice: "Gracias por su... por su..."

-¡Coraje!

-¡Sí! ¡Gracias por su coraje! Si hubiera más personas como usted, habría menos gente como ella.

Me voy con el primer asomo de satisfacción en este pleito. Los síndicos me inspiran confianza. Debí venir antes, pienso, inclusive para conocer la cabecera municipal, que parece un lugar agradable, a diferencia del centro de Puerto Escondido, que es horrible. El taxista que me lleva de regreso, ubica físicamente a «Doña Focos» y me ofrece atestiguar en su contra, así como apalabrar a otros taxistas, porque, al "recoger" posibles clientes en la terminal de camiones foráneos, ella les hace competencia desleal. Los elementos concurren ese día para darle peso a mi denuncia y obligar así al Ministerio Público a poner lo que resta de su parte, pero nuestra última cita es la enésima burla del secretario, que me llama "jefe" delante de su jefe y después se mean de la risa. Con tal frustración regreso a la Ciudad de México, en donde planeo la estrategia para darle continuidad a la pelea; quizá deba acusar también al Ministerio Público de negligencia... La moneda está en el aire.

(Continuará...)

[] Iván Rincón 11:02 PM

Carrizalillo, Puerto Escondido. Foto: Iván Rincón

Febrero 14 de 2009

Vacaciones a punto de la ruina

«Doña Focos» o la deshonestidad amparada en la demencia

(Primera parte)

La revista Segunda Mano en su versión impresa contiene un anuncio que dice textualmente: "PUERTO ESCONDIDO Condominio o Búngalo, Vista al Mar, Equipado. ¡Cerca 5 playas y disfrute la sensación de nadar en la Bahía Carrizalillo! $500.00". En seguida, un par de números telefónicos: local y celular (1). El condominio tiene vista al mar, pero es donde vive la dueña de los búngalos, María Guadalupe Cortés Delgado, alias «Doña Focos». Los búngalos no tienen vista al mar. Por teléfono, «Doña Focos» dice que son de lujo y que, en temporada alta, los renta hasta en mil 200 pesos diarios. En mi caso, por ser temporada baja, me cobra 300 pesos. Para reservar un búngalo por una semana, me pide dos mil pesos -"me gusta redondear los números"- de anticipo, dinero que deposito a su cuenta bancaria el martes 13 de enero en la mañana (cuento con el recibo del banco).

Llego a Puerto Escondido ese mismo día en la tarde con el plan de quedarme dos semanas. «Doña Focos» va por mí al aeropuerto, me lleva de un lado a otro en su Jeep y me invita a cenar; desde el principio pregunta si me quedaré la segunda semana en su búngalo y desde el principio respondo que lo decidiré durante la primera semana. Ya en la noche, dice que unos canadienses llegarán en ocho días y necesita saber si voy a quedarme, pues los demás búngalos están reservados, que si aparto el mío con otro anticipo, me cobrará 250 pesos diarios, mil 700 por la segunda semana, "para redondear". Seducido por el encanto del lugar a primera vista, cedo a la mañosa presión de la complaciente anfitriona, que me lleva ipso facto al cajero automático.

Los búngalos son tres y están en calle Cuilapan No. 5, Fraccionamiento Rinconada; la dueña los llama "Casitas de piedra", pero ese nombre no aparece en ninguna parte; a un lado de la reja, sobre la banqueta, hay una tabla en forma de cactus que dice bungalows o búngalos, junto a dos números telefónicos; también hay una banca de hierro encadenada a la reja (así como lo escribo). En el patio delantero, un árbol es torturado todas las noches con cables y foquitos intermitentes, posiblemente restos de la navidad. Pletórica de focos, la casa tiene uno en cada rincón, en cada techo, en cada mueble; sobre el espejo del lavabo hay uno, además del que alumbra el baño y, sobre el ropero recién barnizado, una lámpara metálica de buró está conectada a un enchufe justo encima del lavabo, como para electrocutar al que se lave las manos allí, salvo que antes desactive la trampa...

No reclamo por la imprecisión del anuncio, pues lo veo hasta que regreso a México; me entero en su momento de los búngalos por mi mamá, que revisa publicaciones como Segunda Mano y no me dice nada sobre el condominio ni la vista al mar. De ver el anuncio yo, quizá ni siquiera trato con su perpetradora. ¿"Cerca 5 playas"? Ha de ser una isla o las playas son chapoteaderos. Más instintivo que inteligente, confieso que me dejé engatusar por una mujer que, vía telefónica, es por lo menos odiosa y debió inspirarme desconfianza; en persona, es una pesadilla: pegajosa como lapa, encimosa como nadie, indiscreta hasta la náusea (su avidez de conocer el historial de mi vida sexual es comparable con la falta de tacto de los siquiatras que he padecido por mis trastornos del sueño), la típica mamá castrante con complejo de Yocasta, que hace todo lo posible y hasta lo imposible para evitar que sus hijos crezcan y, no conforme con llamar a su cría adolescente por celular a Canadá más de una vez al día, pretende adoptarme, pero de tanto llamarme "hijo", termina por olvidar mi nombre (sería redundante decir que, además de amnésica, es mitómana, porque al formar parte de una personalidad, amnesia y mitomanía conforman un binomio); para crear dependencia, me lleva a todos lados, empezando por su propio itinerario; si ofrece llevarme al mercado, por ejemplo, antes hacemos tres o cuatro paradas suyas, que prometió no hacer.

«Doña Focos» tiene alrededor de 55 años de edad, estatura regular, cuerpo de pingüino, piel blanca medio rosada, ojos verdes muy claros; está calva; se pinta el pelo restante de negro, pero se alcanzan a ver las canas; a veces usa una peluca negra; sus actitudes corporales, tanto como la forma en que gesticula y emite la voz, delatan una mente débil, enferma, oligofrénica.

El encanto de los búngalos -su ambiente cálido y rústico- se rompe a la mañana siguiente, que despierto con migraña por la reminiscencia del barniz en los marcos de las ventanas y algunos muebles, por la pintura fresca en pisos, paredes y techos de los otros búngalos, dizque reservados, así como en áreas comunes, y por la suciedad que iré descubriendo paso a paso. «Doña Focos» me promete y se compromete a que, mientras yo esté allí, no pintará más. Alejo la cama de las ventanas con marcos recién barnizados y descubro basura y telarañas; saco el ropero a la terraza y descubro más basura y telarañas; muevo el resto de los muebles y todos esconden basura y telarañas; el refrigerador está sucio por dentro y no cierra herméticamente; para usar los trastes, hay que lavarlos antes. Al cambiar de posición la cama, despierto entre mierda de iguana y otra vez con migraña y la gripe que traje de la Ciudad de México y la novedad de que siguen pintando. Le reclamo y explico a mi anfitriona lo que ya sabe ("aquí te vas aliviar"), que vine a recuperar mi salud, que estoy huyendo precisamente de la contaminación y que, sin exagerar, es la única oportunidad en mi vida. Ella vuelve a prometer que no pintará más. "Nomás era un pedacito, pero me agarró la locura y me seguí". Por las vigas entreabiertas del cielorraso, además de excremento de iguana, se cuelan diversas impurezas que afectan las vías respiratorias; se lo digo también a «Doña Focos» y ella contesta con comparaciones entre su contaminación y la del Distrito Federal, y frases como: "no te preocupes; es parte del folclor", o "no pienses en eso, no seas negativo".

Después de cuatro noches y sus respectivas mañanas con la novedad de que siguen pintando, al bañarme, hace corto circuito la regadera eléctrica. Por un gringo que habita después el mismo búngalo y se asea con agua del garrafón que yo dejé, me entero de que nueve soldados invasores en Irak han muerto a causa de regaderas eléctricas. Repuesto del susto, pero bañado a medias, informo a «Doña Focos» lo sucedido y aprovecho para decirle que el refrigerador está intocable de sucio y no tengo por qué lavarlo yo; ella contesta -bromas aparte- que no importa, que no mostrará el refrigerador por dentro cuando vayan a ver el búngalo. Uno de sus trabajadores revisa la regadera y comenta que el aislante está puesto al trancazo, que los cables deben tener su propio tubo, que es muy peligrosa una regadera eléctrica mal instalada, que si alguien la toca mientras se baña puede quedarse allí pegado... etcétera. El corto circuito ha dejado un rastro de manchas negras, pero a la señora le preocupa y ocupa íntegramente la falta de un foco en mi terraza, el foco más importante del mundo, el único, el mejor, el más festejado al fin y al cabo de una hora. "¡Ya está tu foco!", exclama. Desde las doce del día, que hablo con ella, espero hasta las cuatro de la tarde a que alguien arregle la regadera y limpie el refrigerador; como nadie lo hace, voy a la playa y regreso a las siete con sudorosa urgencia de un regaderazo; estoy sucio también de tierra y arena, pero la regadera sigue exactamente como la dejé y el refrigerador también. En cuanto llego, la contaminación me provoca una intensa jaqueca; presiento que la ira acumulada en más de cuatro días está por explotar, que voy a destrozar el búngalo, a dejarlo hecho añicos y, si nadie me detiene, haré lo mismo con los otros dos, y si la policía no llega a tiempo, le prenderé fuego a toda la casa, no sin antes poner a salvo mis cosas, por supuesto. Una vez contenido el impulso, me baño como aprendí a bañarme en Juchitán, a jicarazos, y voy al hotel más próximo, en donde encuentro una recámara enorme con vista al mar por 200 pesos la noche; el lugar es una casa con todo lo necesario para no salir más que a la playa o de compras; además está a unos pasos de los búngalos, así que hago la mudanza en unos minutos a pie, valga la redundancia.

Esa misma noche (sábado), llamo por teléfono a «Doña Focos» y dejo un mensaje en su contestadora, exigiendo la devolución de mi dinero; al día siguiente, llamo a su celular con la misma exigencia. La señora deshonestidad amparada en la demencia contesta que debo conseguir clientes que ocupen el búngalo para que me devuelva el dinero; le explico en pocas palabras la realidad y ella me pide que la llame en la noche, momento a partir del cual deja de contestar el teléfono. El lunes veo desde la azotea de la casa donde me alojo que «Doña Focos» llega con un grupo de posibles clientes; me apersono y le exijo una vez más la devolución de mi dinero; «Doña Focos» me pide que regrese en una hora y eso hago; entonces la encuentro sentada en una cama con actitud lacrimosa, mientras el trabajador que revisó la regadera instala un cortinero, y otro pinta la escalera que sube al búngalo, fumando al mismo tiempo. Ella se desata progresivamente con la siguiente perorata: "No me ha llegado un dinero que me iban a enviar y tengo que rentar el búngalo, pero no puedo rentarlo porque es tuyo, tú ya lo pagaste y ya no van a venir los canadienses que te dije, por dártelo a ti, pero no sé por qué te fuiste, te aceleraste, yo creo que te cobran más barato en donde estás y por eso te fuiste, porque la regadera no tiene nada, está perfecta, lo que pasa es que tocaste el tubo y por eso te dio toques, pero no se debe tocar el tubo, me imagino que nunca te habías bañado con una regadera eléctrica, voy a poner un letrero de que no se debe tocar el tubo para que no vuelva a suceder, y el barniz no huele, ya se secó desde cuándo, nomás tú lo hueles, pero es pura sugestión, porque el thíner no es tóxico, yo tengo muy buen olfato y me doy cuenta, y la pintura tampoco huele, ¿cómo va oler, si estamos pintando afuera de tu cuarto y hasta la mezclamos con gasolina para que se evapore más rápido?, no hemos pintado adentro porque tú estás allí y no nos dejas, te quejas de todo, todo te parece mal, hasta el humo de cigarro te molesta, nomás piensas en ti, no piensas en los demás, yo fui por ti al aeropuerto y te llevé a todas partes, te invité a cenar, no sé qué estuvo mal, todo estaba bien, pero te aceleras, el que está mal eres tú, mejor deberías irte a la montaña para que nadie te moleste, no te das cuenta del daño que haces, el anuncio en Segunda Mano dice 500 pesos y yo te cobré 300 y todavía los rebajé a 250, voy a hablar con tú mamá para no tener problemas con ella porque me cayó bien"...

-Vas a tener problemas conmigo -interrumpo el monólogo- si no me devuelves lo que te pagué; mi mamá no tiene nada qué ver aquí...

-¿Sabes qué onda, brother? -interviene el trabajador, que no me quita de encima la mirada hostil ni su carga de adrenalina, martillo en mano- ¡Que no quieras pasarte de lanza!

-No soy tu brother ni hablo contigo.

Fin de la discusión. Tampoco soy el sicoanalista de semejante oligofrénica para seguir escuchando su caudal incontenible de incoherencias y sandeces deshonestas; este asunto hay que dirimirlo por otras vías. De ahí voy directamente a la agencia del Ministerio Público y entonces el conflicto involucra tanto a esa como a otras autoridades, entre las que destacan el Ayuntamiento Municipal de San Pedro Mixtepec y la Delegación de Turismo en Puerto Escondido.

(Continuará...)

1. El anuncio es publicado varias veces hasta el jueves 18 de diciembre de 2008 en la sección turística de esa revista, así como en su versión web.

[] Iván Rincón 9:45 PM

Crepúsculo zipoliteco. Foto: Iván Rincón

Febrero 4 de 2009

Puerto Escondido, Oaxaca. Domingo 1 de febrero. No es la primera vez que anochece mientras hago ejercicio en la playa Carrizalillo; más bien es una tendencia, pero ahora con la fortuna de ver, al acostarme boca arriba, una lluvia de estrellas; tampoco es la primera vez que ocurre ante mis ojos un espectáculo de semejante maravilla, pero como si lo fuera, porque mi recuerdo es tan lejano y, en consecuencia, tan vago, tan difuso, que ni siquiera estoy seguro de haber sido yo o el personaje de una película quien contaba las estrellas fugaces en una competencia con otra persona. ¡Allí va una! ¡Allá otra! Yo la vi primero. Creo que éramos los dos Arturos de la familia Rincón en nuestra infancia, cuando todavía no me quitaba ese nombre, como actualmente me llaman nada más los dos Césares de la misma familia, nido de alacranes, diría Octavio Paz. En realidad no importa si éramos nosotros o eran otros, "los otros todos que nosotros somos", quienes contábamos estrellas fugaces aquella noche ticumana, porque "detrás de nosotros estamos ustedes". En esta suerte de otredad y otra edad, creo haberme quedado solo en toda la playa, que al anochecer es toda para mí solo, hasta que una linterna me desengaña con su luz artificial al allanar la oscuridad absoluta que es absolutamente nada, porque la luna y las estrellas iluminan el mar, pero nada más el mar y sus límites de arena; entre las sombras de los árboles solamente hay sombras, "sombras nada más, entre tu vida y la mía", mi vida que es tuya, tu vida que es mía.

Un ejército de hormigas marcha en cantidades crecientes alrededor de la toalla roja sobre la que hago ejercicio; su apariencia es amenazadora, pero permanece al margen, sin pisar mi territorio de tela, o sea, mi telitorio. ¿Tendrá acaso alguna relación la coincidencia de colores, el de la toalla y el de las hormigas, que es idéntico? Lo seguro es que tiendo a hacer mi ejercicio cada vez más tarde, cada vez más noche, aun sabiendo que debo terminar por lo menos seis horas antes de acostarme a dormir. Finalmente lo sé. Y pensar que fue un cardiólogo quien me recomendó hacerlo de noche para evitar el insomnio, el mismo cardiólogo que atendía a mi padre cuando ocurrió el infarto y el susto familiar marca diablo. "No hay insomnio que aguante un par de chaquetas", afirmó ese docto señor, eminencia dedicada al canje de unas enfermedades por otras más lucrativas, al menos para las farmacias y los fabricantes de neurocidas. Lo bueno es que no existe dicha palabra; es la tercera que invento hoy. Algo me dice que las hormigas me respetan porque las respeto. Mis vecinos deberían aprender de las hormigas y de los caracoles con patas de cangrejo, que son otra maravilla. Entre las sombras de los árboles también hay víboras, alacranes, arañas... pero la única ponzoña que realmente me preocupa es la del humano, el único animal que no me respeta ni merece mi respeto. Por eso me interné en las peñas hoy en la tarde, que fui a Puerto Angelito, donde la arena es más oscura que en Carrizalillo, por cierto; fue la primera vez y fue un error, porque es domingo y no hay día más populoso que un domingo, aun en "temporada baja", porque el turismo local es suficiente para crear aglomeraciones playeras, domingueras. Aturdido y engentado, salí huyendo por un costado hasta que no hubiera nadie más que yo entre las rocas y el mar; entonces grité que estoy loco y el eco respondió: lo sé, lo sé... En mis sueños tengo vértigo y, si los sicoanalistas sirvieran para lo que supuestamente sirven, alguno me habría recomendado hacer lo que hice: escalar las rocas aledañas a Puerto Angelito hasta llegar a "la cima de la mayor soledad posible", que en este caso es una soledad microcósmica. La huella del paso humano por estos rocosos lares es simplemente mierda, excremento, materia fecal, y moscas gordas, ruidosas, eufóricas de agradecimiento por su hábitat. Sembrar mierda y cosechar moscas es vocación humana.

Entre las estrellas permanentes o cautivas y las estrellas fugaces, hay una que parpadea y avanza lentamente hasta ocultarse detrás de los montes; quizás es un OVNI ("objeto volador no identificado"), no platillo volador o nave de marcianos. Ojalá hubiera vida extraterrestre, es decir, más allá de este planeta que debería llamarse Mar en lugar de Tierra, como el universo debería llamarse pluriverso, aunque no sea un poema. Ojalá hubiera un mundo mejor o, mejor dicho, menos malo.

Ante la inmensidad del mar y la del firmamento, la mirada crece como la conciencia de ser infinitesimal y dedicar el tiempo y demás recursos a cosas y asuntos tan insignificantes como nosotros mismos. Paradójicamente, si hay algo infinito, además del universo, es la estupidez humana, aunque ni siquiera Einstein estaba seguro de que el universo fuera infinito, como sí lo estaba de la estupidez humana.

[] Iván Rincón 10:55 PM

Atardecer en Zipolite... Foto: Iván Rincón Atardecer en Zipolite... Foto: Iván Rincón

Enero 31 de 2009

13-31

Puerto Escondido, municipio de San Pedro Mixtepec, estado de Oaxaca. Martes 13 de enero. Del aeropuerto voy a la casa de los búngalos en donde me hospedaré durante una semana o dos, y de allí a la playa Bacocho. Aunque la fecha es de mal agüero, además de agradecer que no se cayera el avión, me doy por bien recibido, pues a lo largo de un kilómetro frente al mar abierto no hay más que tres muchachas acostadas en toples de cara al sol. No es una playa nudista, sino un simple desierto, que no deja de serlo con mi llegada, ni siquiera sentándome cerca, pues finjo indiferencia, soy discreto; ellas también se muestran indiferentes a mi presencia; las tres son muy apetecibles y supongo que extranjeras. Un vendedor se aproxima desde lejos, y una de las chavas se pone el sostén, otra se acuesta boca abajo y la tercera esconde los senos en ovillo. Cuando el vendedor se aleja, vuelven a descubrirse. La escena se repite con pocas variaciones cada vez que alguien se acerca. Fantástico. Una de mis fantasías infantiles era hacerme invisible donde las mujeres se desnudaran; esa fantasía es realidad ahora que también dejé atrás mis acapulqueñas épocas de "pitoloco" adolescente.

De Bacocho voy en coche a Carrizalillo; bajo por las escaleras que, no sin dificultades para la gente sedentaria, comunican al fraccionamiento con la playa del mismo nombre, en donde el ambiente es mucho más familiar que en la anterior, por su oleaje moderado. Las escaleras llegan justo al centro de la playa, que dibuja la cabeza de un hipopótamo de perfil. Los puestos están concesionados a familias sumamente sucias que cobran cinco pesos por usar las letrinas o por un vaso con hielo. Del lado derecho frente al mar hay una pequeña brecha que desemboca en una playa minúscula, donde una que otra persona pesca y una que otra caga; en el lado izquierdo me detengo a observar los diminutos caracoles con patas de cangrejo que habitan la arena, y descubro unas escaleras ocultas detrás de matorrales y rocas; para llegar a ellas hay que atravesar agachado un breve túnel, o escalar una roca de un metro y medio de altura junto a otras contra las que se rompen las olas. De piedra, como la entrada conocida, estas escaleras llegan a un puente de madera cubierta de chapopote con una puerta inútil y absurda, negra también, en la que un letrero advierte: "Los baños no son públicos". Del otro lado del puente, las escaleras llegan al hotel Villas Carrizalillo, que tiene un mirador privilegiadísimo hacia la playa, el mar, el crepúsculo rojo como ensangrentada muerte del día, y el monte peninsular que separa a Carrizalillo de Bacocho. Su restaurante, Los Tugas, es una gran terraza con la mejor vista. Fascinado, tomo todas las fotos que puedo antes de que se meta el sol. Cuando entro al restaurante, una mujer me dice que no puedo estar allí con el torso desnudo. "Solo voy a tomar una foto", le digo, y ella accede. Al salir, una muchacha morena de cara redonda me sonríe, sus ojos destellan, sus hombros se encojen con gracia; me parece que es demasiado joven para estar detrás de la barra del restaurante; horas después llegaré a la conclusión de que esa muchacha es el ser más hermoso que he visto en mi vida y yo soy el hombre más solo del mundo. Este puerto ha causado una mutación sustancial en mi energía; la magia del hotel a media luz es especialmente cautivadora; su encanto es simplemente indescriptible. Y ésta será mi ruta siempre que regrese de noche, porque además la subida es menos prolongada. Lo único malo es el contraste entre el hotel y el camino que lo comunica con el fraccionamiento y el Bulevar Benito Juárez, un camino de tierra, desolado y oscuro, que pasa junto a unos contenedores de basura sin tapadera. Ni modo; esos contenedores están en la esquina donde coinciden los dos caminos, el de cemento y el de tierra. La fascinante atmósfera que puebla esta ruta desde la playa hasta la salida del hotel -pasaje de serenidad y limpieza- vale la pena del camino terroso, más aún al saber que aquí no hay ladrones, ni miedo a ladrones, que suele ser peor que los ladrones, sino ladradores miedosos...

Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Escenas de la vida en la Playa de los Muertos

Zipolite, municipio de San Pedro Pochutla, Oaxaca. Sábado 24 de enero. Luego de recorrer los hoteles agrupados frente a la playa, tomo un cuarto con baño por 150 pesos la noche; los que tienen vista al mar en el mismo hotel cuestan 250 por noche y no hay ni uno libre; los que no tienen baño ni vista al mar cuestan cien pesos y también están ocupados todos. Supongo que en "temporadas altas", los turistas saturan estos hoteles y hay quienes duermen en hamaca bajo una palapa o acostados en la playa; supongo que tampoco faltan quienes lo hacen en sus camionetas. Al ocupar el último cuarto disponible con baño por ese precio, tengo la sensación de que soy el único mexicano aquí, mientras que en el hotel de junto ocurre un fenómeno inquietante: la concurrencia femenina de belleza y juventud como si fuera resultado de un proceso selectivo; parece un congreso casual de pieles rojas extranjeras, incluyendo a la dueña. Ya nos veremos en la playa, piensa mi otro yo cuando algo hace que descarte pasar la noche allí, quizá la incomodidad, la insalubridad, la música a todo volumen y los perros.

Los hoteles en general, al menos los que recorrí, son rústicos, de madera cuanto puede ser de madera, tipo hostal, con sus baños colectivos, sus ventiladores y una austeridad agradable, pero finalmente cara, valga la paradoja, porque hasta el jabón hay que comprarlo; hay que desayunar, comer y cenar en la calle, porque obviamente no hay refrigerador aquí, si acaso hay una mesa y una silla. Lo indispensable para pasar la noche, decía, se reduce a una hamaca bajo la palapa, o la arena de la playa junto a una fogata, borrachera mediante, para l@s que no tienen nada que les roben. La renta de una hamaca está entre veinte y cincuenta pesos por noche, según me dicen, aunque nunca lo confirmo.

Al pagar en el hotel por adelantado y por error, me quedo con menos de 40 pesos; pregunto en dónde hay un cajero automático de Bancomer, y caigo en la cuenta de otro error: uno anterior en mi cálculo de la modernidad, según el cual no habría internet público en Zipolite, pero seguramente habría un cajero. Solo en el corredor comercial de Piedra Blanca, también llamado adoquín o adoquinado, hay unos cinco puestos de internet público, pero la sucursal de Bancomer más cercana está en Puerto Ángel. Me dicen que llego en veinte minutos caminando, a riesgo de que siga descompuesto el cajero, como ayer, y tenga que viajar hasta Huatulco. Para conservar el escaso dinero, decido caminar; para hacerlo a paso rápido, salgo a la carretera en tenis (la otra vía es por los dos kilómetros y medio de playa). Camino de subida con la mochila y el sol a cuestas veinte minutos y pregunto: ¿Falta mucho para Puerto Ángel? "Aquí a veinte minutos", me contestan. Camino otros veinte minutos y pregunto de nuevo: ¿Falta mucho para Puerto Ángel? "Aquí a veinte minutos", me dicen otra vez. Camino veinte minutos más y pregunto, bañado en sudor: ¿Falta mucho para Puerto Ángel? "Aquí a cinco minutos". Llego al cabo de una hora, y el cajero, que no mide ni siquiera dos metros cuadrados, funciona perfectamente. El taxi colectivo, con sus paradas y pequeñas desviaciones, hace diez minutos de regreso, quizá menos, y me cobra seis pesos. Ni hablar, piensa mi otro yo; la tacañería también es costosa.

Para llegar a Zipolite había tomado un camión en la terminal de Cristóbal Colón que, por treinta pesos, me dejó en el crucero de San Antonio, donde hay un sitio de taxis que llevan a los incautos a la playa por cien pesos, los cuales rebajan hasta setenta, mientras que unas camionetas en las que se viaja sentado sobre una tabla van y vienen de Piedra Blanca y cobran seis pesos por persona.

Una vez liberado de mi preocupación por el dinero, así como del peso inútil que suelo cargar por manía y que solo hace más largos los caminos, recorro la playa, y lo primero que alerta mis sentidos son unos helicópteros minimalistas de los cuales cuelga una persona sentada; su presencia irrumpe en el aire, y los perros corren con deportiva energía como para medir su velocidad con la del ruidoso aparato. Luego me percato de que las mujeres totalmente desnudas tienen el pubis rasurado y no son jóvenes; las jóvenes se asolean en tanga. Vaya contrariedad. Una excepción llama sutilmente mi atención; se trata de una mujer otoñal, muy alta, delgada y atlética, porte de privilegio que no disminuye con la edad; sus rasgos faciales son idénticos a los de una actriz inglesa, anciana y obesa (por eso no digo su nombre); nuestro intercambio de miradas es tan discreto que no me dice nada, pero su aura de soledad placentera que desea ser compartida me transmite ese mensaje y la certeza de ser el único destinatario por el momento.

Cuando termino de recorrer la playa, empieza a oscurecer. El aire que respiro parece limpiar mis pulmones y demás vías respiratorias, así como renovar mis fuerzas. Después de años haciendo ejercicio de noche, ahora sé que, entre otras cosas, esta es una de las menos indicadas para quienes padecemos de insomnio, pero la situación es propicia y hago entonces una de mis rutinas terapéuticas. Oscurece absolutamente. La noche no tiene luna. Algo me dice que la situación es propicia también para los ladrones, violadores, asesinos y dementes que hacen abdominales y lagartijas con los puños en la arena después de caminar una hora cuesta arriba y otra más junto al mar. Los hoteles y restaurantes que dan a la playa, lo mismo que las casas, prenden sus luces. Me acerco para regresar por la orilla iluminada, pero la arena seca entorpece mis pasos y me siento además observado. Regreso mejor a la orilla húmeda y corro descalzo en medio de la oscuridad. Las olas trazan un delgado hilo que me guía en el camino de regreso al otro extremo de la playa. La arena que piso es una superficie sólida porque al anochecer baja la marea y el repliegue del mar la deja "apisonada". ¡Ah, piso! Nada mejor para correr descalzo. Todo hace de la ocasión una experiencia rejuvenecedora. Me parece flotar a través del espacio.

A lo lejos, distingo los hoteles contiguos por sus luces; el mío es el único blanco. Más adelante han prendido las antorchas encima de las rocas, también en hilera, que dividen la playa y permiten que un hotel se apropie de una parte. Cuando arribo, me asalta un pensamiento lapidario de rencor inoportuno y anacrónico (¿hay rencor que no lo sea?): "Si Jaramar era una isla en medio de un mar de miseria humana, subió la marea y se la tragó".

Después de bañarme por segunda vez en el día, como hago desde que llegué a Puerto Escondido, busco un puesto de internet público en donde haya entrada para la memoria de la cámara fotográfica y quemador; lo encuentro a la primera, pero no tiene discos compactos, así que empiezo a perder el tiempo buscando en donde comprar uno. En la búsqueda me reencuentro con la mujer otoñal de cabello cortísimo entre blanco y gris, también bañada y sentada a las afueras de un restaurante con mesas en el adoquín; el azul intenso de su intensa mirada pasa por encima de una vela encendida y me dice con apremiante claridad: "Mi soledad momentánea es una oportunidad para ti". El arte de la seducción está en el lenguaje corporal que resume después una mirada, antes de que los labios y la lengua pierdan la cabeza (Joaquín Sabina dixit). Mi actitud le responde que, sin lugar a dudas, es una mujer hermosa, pero ahora mis urgencias, a diferencia suya, son otras. Al parecer, es un caso típico de señoras que viajan en busca de un romance con alguien comparativamente joven, aunque nunca deje de ser un desconocido. Lo único atípico en este caso es que se trata de una señora muy guapa, hecho que no obsta para que yo prefiera la juventud, así que sigo buscando un pinche disco compacto que grabe imágenes.

Por haber calculado mal la modernidad, no traigo el disco al que había mudado mis fotos cada vez que llenaban la memoria de la cámara; en todo el adoquinado no hallo en donde comprar otro, pero hallo en cambio un bar de noche y restaurante de día que se llama Buenvento; bajo su palapa toca un grupo demasiado bueno para tener un público tan reducido, así sea cosmopolita; el dueño del lugar, un italiano moreno, quizá de mi edad, recibe a los clientes en la entrada, desde donde escucho al grupo, de nombre Colectivo Casa Verde, hasta que termina la canción ("Ahora te encuentras... Fuerte, libre, mágico"); me voy de allí porque el vacío del estómago está llenándose de ruidos, y había decidido cenar una ensalada de espinaca y manzana con nuez moscada y queso azul en un restaurante con mesas en el adoquín, antes de volver a la playa en busca de una lunada.

El ambiente nocturno en Piedra Blanca tiene algo de fascinante; la circulación es prácticamente peatonal; a un lado del adoquinado están los restaurantes con mesas en la calle y unos cuantos establecimientos como los de internet y algunas tiendas; la acera opuesta es una banqueta en donde se sientan los "vagos" a beber cerveza entre puestos de artesanías en el suelo (Coyoacán en el exilio). Por ser sábado, algunas lugareñas adolescentes que van de fiesta a "la disco" o una palapa, antes pasean por aquí su morena sensualidad vestida con frescura y ligereza, con provocativa economía de tela, minifaldas holgadas y amplísimos escotes de pecho y espalda; en algunos casos, ese arreglo de noche resulta más excitante que la desnudez bajo el sol.

Luego de la cena, camino de nuevo por la playa y no hallo más que oscuridad. Si no hay luna, tampoco lunada y, no obstante la oferta femenina, mi demanda es descansar. Ha de ser la edad. Me acuesto a las 23:30 y tardo media hora en dormir.

Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Serpientes y escaleras

Puerto Escondido, Mixtepec, Oaxaca. Sábado 31 de enero. Me acuesto boca arriba en la playa a las 17:30 horas y descubro la luna en cuarto creciente a pleno sol; más bien se ha descubierto ella. ¿Desde cuándo estás allí? Desde el miércoles 28 de enero, día que la veo por primera vez, se asoma cuando el sol todavía no se mete al mar y cada vez más temprano y más cerca de Venus. La playa Carrizalillo, donde hago ejercicio diario por ser "la de casa", es cada día más pequeña, lo mismo que sus escarpadas y prolongadas escaleras, no aptas para cardíacos, artríticos ni obesos, cuadrada serpiente de piedra que antes subía yo en cuatro minutos y ahora lo hago en dos y medio. También el olor a gasolina está disminuyendo, al menos aquí y en el fraccionamiento más cercano, que es homónimo, así como en el corredor comercial del Bulevar Benito Juárez, que separa al primero del fraccionamiento Rinconada, en donde me alojo.

Por desproporcionado que suene, las lanchas de motor apestan el mar, que escupe la contaminación a las playas y rocas, y las lava, pero la vocación contaminante de la gente puede más que la naturaleza sin adjetivos, y corrompe al mundo. La Playa Principal es el estacionamiento de las lanchas y, en consecuencia, es la más contaminada; su "laguna" es un gran charco de agua pestilente en donde desemboca el canal de desagüe.

Además de las personas que nadan o bucean (snorkel es el nombre que dan los folletos turísticos al deporte intermedio), nadie más que yo hace ejercicio en Carrizalillo, salvo excepciones. En la vecina playa Bacocho, frente al mar abierto, hay caminantes, pero ningún corredor, a diferencia de Zipolite, donde se respira otro aire y abundan los corredores que hacen lagartijas en la arena (como yo) después de la carrera. La diferencia está en que Puerto Escondido es una villa de pescadores y las lanchas no tienen regulación alguna, mientras que Zipolite, a una hora en camión, es una playa nudista con su rincón gay detrás de las rocas en uno de los extremos; en el otro extremo, detrás de las rocas hay más rocas, y no es recomendable nadar allí; está prohibido, pero no hay nadie que vigile, ni policías ni salvavidas, solamente letreros y banderas: roja para el alto riesgo, amarilla para la precaución -como un semáforo- y verde para nadar sin peligro. La arena es mucho más suave que en Puerto Escondido, una de cuyas playas, al otro extremo de Bacocho, es Zicatela, también frente al mar abierto y todavía más extensa, en donde las enormes olas son propicias para surfear. Por lo visto, en Zicatela existe cierto maridaje entre el surfismo y un derivado bastardo del rastafari. Por lo demás, esta playa es mundialmente famosa, como Zipolite, y sumamente insegura, como Zipolite.

Una pareja francesa con la que he coincidido tanto en el avión como en el hotel y otros lugares dice que Zicatela tenía una palapa con música viva durante la noche hace un año, y ahora tiene diez; por eso vino a Rinconada, porque en Zicatela no podía dormir.

Zipolite, por su parte, está entre Puerto Ángel y Mazunte, cuyo principal atractivo turístico es la marihuana en abundancia, así como el Centro Mexicano de la Tortuga, popularmente llamado Museo de las Tortugas; en Mazunte la onda es más hippie que rasta...

Escultura viviente al atardecer. Foto: Iván Rincón

Cuandu derripenchi, un oscurecimentu...

Zipolite (Playa de los Muertos), Pochutla, Oaxaca. Domingo 25 de enero. Tengo un sueño inconfesable de violencia que suelo contener, pero que se desborda en ocasiones. Despierto en la total oscuridad y me levanto a orinar; vuelvo a la cama creyendo que todavía no amanece y advierto que no podré dormir más; veo la hora y descubro sorprendido que son las 8:15; casi un milagro para mí. El cuarto no tiene cortinas, sino ventanas de madera que impiden el paso de la luz, pero no el de las horas. Me baño, desayuno y, donde termina el adoquinado, encuentro un puesto de internet en apariencia lujoso; tiene discos a la venta y máquinas con quemador y entrada para la memoria de la cámara, pero el dueño controla todo, inclusive a su empleada; es déspota, prepotente, soberbio, imbécil, deshonesto y de una lentitud exasperante; además fuma dentro de su propio local; el hijo de la chingada copia mis fotos en su computadora y, mientras reviso que estén en el disco compacto antes de que las borre de la memoria, atiende a otra persona, controla sus llamadas a Italia y le cobra de más; veinte minutos después, termina el trabajo que yo habría hecho en un minuto o dos y me cobra el doble de lo que me habría cobrado su antítesis en el primer puesto de la noche anterior. Por fumar en un lugar público, cerrado y lleno de gente, será clausurado su negocio, me propongo a cambio de la golpiza que puedo y quizá deba darle de propina, pero en seguida olvido el asunto, hasta ahora que escribo esta crónica rencorosa de la intrascendencia.

El cuarto que ocupo vence a las doce, pero el hotel cuenta con otro cuarto para que uno deje allí su equipaje y lo recoja al volver de la playa. Los encargados del hotel -no creo que sean los dueños- muestran plena confianza en que nadie se robará nada; extraña actitud, tratándose de un poblado tan inseguro. Dejo pues mis cosas y vuelvo a recorrer la playa de un extremo a otro y de regreso, esta vez con una toalla y la cámara, nada más. El calor de la arena es insoportable; quienes andamos descalzos hemos de correr hasta donde se acerca y aleja el mar. Entre las dos hileras de rocas hay una bandera roja; entre la última hilera y el monte podría haber una bandera de colores, pues allí se encuentran varios hombres homosexuales, un grupo de mujeres nativas y niños pequeños, una pareja heterosexual y yo; ninguna lesbiana.

Hacia la mitad del camino desde cualquiera de los dos extremos hay banderas amarillas. La playa tiene forma de media luna y, precisamente a la mitad, hay una bandera verde; cuatro hombres en trajes de baño y una mujer en ropa de calle, abordan, cámara en mano, a los caminantes desnudos; delante mío, un extranjero cincuentón, alto y musculoso, les contesta que no con la mano; en mi turno, un mexicano afeminado aduce que su amiga quiere tomarse una foto conmigo; le respondo que sí, pero con mi cámara; los cuatro hombres se quedan literalmente de a cuatro; le doy mi cámara al afeminado, que nos toma dos fotos; "Ahora con esta", dice, y prepara su cámara, pero lo detengo a tiempo: "¡No, con esa no!"; los cuatro vuelven a quedarse de a cuatro, y continúo mi caminata de espaldas al sol para darle algo de color a las nalgas.

De regreso en Puerto Escondido, tendré calentura; toda la franja que habitualmente cubre el traje de baño está roja como un jitomate, y caliente como la cajuela de un coche bajo el sol; días después, se despellejará... Todavía en Zipolite, observo que, desde un punto de vista arquitectónico, esta playa es fea, por no decir horrible, "un bodrio de urbanización" (Sabina forever); en el camino al hotel, ahora de cara al sol, recuerdo como una premonición tragicómica la canción de Les Luthiers: "Tenía quemado tudo / de la proa hasta la popa / que ni siquiera desnudo / podía aguantar a ropa. ¡Maldita sea la playa! ¡Maldito sol asesino! Perdí piel, perdí garota, perdí otras cosas mil. La, la, la, la, la, la, la".

Mientras tanto, la mujer otoñal espera desde temprano el reencuentro conmigo, esta vez en la Playa del Amor, pero yo ignoro ese hecho, así me lo haya dicho su intensa mirada la noche anterior, pues ignoro inclusive la existencia de una Playa del Amor; ahora entiendo que no entendí una parte del mensaje que me trasmitía; si nos hubiéramos reencontrado allí, la historia sería otra, pero esta crónica sería la misma, pues nunca escribo ni mucho menos hago públicos mis romances, a no ser los de rimas asonantes, como la que acabas de leer.

Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón Belleza escultural en Zipolite. Foto: Iván Rincón

Conclusión: pinche gente

Puerto Escondido, Oaxaca. Martes 27 de enero en la noche. Si alguna vez coincide un romance con la fortuna material en mi vida, regresaré a vivir esa feliz coincidencia en Villas Carrizalillo, decido al salir de allí; a ver si para entonces ya pavimentaron el acceso en coche; por lo pronto, hay que atravesar la penumbra sobre terracería. La gente previsora, si camina por estos rumbos, lo hace linterna en mano.

Al pasar junto a los contenedores de basura, su hedor se hace uno con el humo de marihuana que alguien fuma en la oscuridad del camino encementado hacia las escaleras que bajan a la playa. La confusión olfática me altera y, por un instante, asocio esta mezcla de tufos con el de la basura que algunas personas queman, generalmente al anochecer. En realidad son unos cuantos, pero esos cuantos envenenan todo el puerto y nadie más hace nada al respecto, aparte de respirar una contaminación concentrada que hiede parecido al vaho de la mota porque se trata de hojas y ramas, entre otras cosas, como hule y plástico. Así fuera una sola persona quien quemara la basura, sería mucha gente, pero además es suficiente para que una práctica tan criminal como esa sea considerada costumbre y, en consecuencia, las autoridades la permitan, como también permiten que las lanchas apesten el mar y, por extensión, toda la costera.

Puerto Escondido es un paraíso infestado; la gente es una plaga... Con esa confirmación amarga del desprecio que anhela soledades o romances improbables, llego al corredor comercial del Bulevar Benito Juárez; su ambiente no es menos estresante que saberme visto desde la más negra oscuridad por gente drogadicta, o sentirme agredido por contaminación en masa, pues tengo que hacer una escala en el único local con internet público, donde ven televisión en dos grandes pantallas y la oyen a todo volumen, a veces dos canales simultáneos, y los embrutecidos clientes fuman y gritan durante un partido de futbol gringo, importándoles un carajo que los demás no estemos en su onda. ¡Pinche gente!

Comienzo a relajarme cuando camino por el corredor vacío; excluyendo el hostal, cuyas habitaciones cuestan cien pesos por noche, todo es más o menos caro aquí; en el depósito de cerveza, que aparenta ser el negocio más pinchurriento, me cobraron cinco pesos por una llamada local... Pinche gente.

Poblado por diversas plantas y faroles esféricos, el camellón de la avenida es muy angosto, no peatonal; subo por la calle Barracudas, que más adelante se quiebra y cambia de nombre por el de Cuilapan, notable salvedad en tanto que las calles del fraccionamiento Rinconada tienen nombres de animales marinos. De los almendros caen sus frutos, como para descalabrar a cualquiera y para consuelo de Newton; en algunos hay ardillas; en los terrenos baldíos hay armadillos, iguanas, lagartijas... hacia el final de la calle hay perros, que son una pesadilla para quienes padecemos de insomnio; solo en una casa tienen seis perros seis. Lo bueno es que mi hotel se llama Casa Serenidad. Lo malo es que los huéspedes mexicanos se comen lo que haya en el refrigerador, aunque no sea de ellos, cosa que los extranjeros nunca hacen. ¡Qué vergüenza! Pinche gente, me recuerda la época en que viví en casa de mi abuela paterna; pinche época; pinche familia; pinche gente.

Con excepciones como la pareja francesa que vino de Zicatela, o mi efímera compañera en el camino a Zipolite, una argentina de 23 años que viajaba sola, se hospedaba en el hostal, bajó de la camioneta en Mazunte y me daría mucho gusto encontrar de nuevo, la gente en general es una peste; hay que volver a esconder este puerto; hay que volver...

[] Iván Rincón 10:19 PM

Escultura viviente en Zipolite. Foto: Iván Rincón Escultura viviente en Zipolite. Foto: Iván Rincón Escultura viviente en Zipolite. Foto: Iván Rincón